Hace ocho años fui acechado por un visitante etéreo. En ese entonces tenía veinticinco años. Vivía en una casa pequeña en el centro de la ciudad, justo detrás de una vieja casona ya lapidada. Este lugar había sido alguna vez una casa de huéspedes y desde hace tiempo nadie la habitaba.

Era la noche 28 del mes, estaba sentado en el enorme diván rojo terminando una bufanda tejida para la temporada. La temperatura había descendido drásticamente y me obligaba a mantener las ventanas y cortinas cerradas. Mi gato se lamía, el perro dormitaba junto a mí. Sentado ahí y sin previo aviso tuve una sensación espeluznante. Me estaba mirado, ahora lo conozco bien, pero su presencia en ese momento me dejó helado. Mire alrededor, lo sentía, pero no había nada.

Una inexplicable presión me recorrió el cuerpo, eran sus aplastantes ojos posándose cada vez más profundo en mí. Lastimaba tanto que supe que había decidido quedarse. Arrojé el tejido al otro extremo del diván, tome al gato y llamé al perro. Atravesé con los ojos cerrados el pasillo oscuro. Esa noche dormí bajo llave.

Al final de esa semana la sensación empeoró. Aún en el más resplandeciente día que el invierno puede otorgar, estaba ahí, no importaba cuanto intentara convencerme de lo contrario. Estaba ahí, invadiéndome, atormentándome, primero con miradas, más tarde con un susurro que me atravesaban los sentidos.

La noche que entre sueños escuché a mi madre gritar despavorida en mi cuarto de baño, aun cuando la sé a un océano de distancia, decidí acabar con la visita del intruso. Tembloroso quemé un manojo de salvia con la flama intensa de la cocina, recorrí la casa gritando desesperadamente. –¡Vete!, ¡Esta casa es mía! – ¡Cuánto debió reír el intruso ante el impotente y diminuto ser de mi persona! ¡Cuánto debió reír cuando todos los días de regreso a casa sentábame en la cama a sollozar con rabia mi desgracia! ¡O cuando el psiquiatra negó la prescripción!

En medio de mi desesperada búsqueda por fin  pude contactar a quien parecía la solución. No me malinterpreten, no es que creyera en cazadores de espíritus, pero la debilidad de mi mente me orillaba a creer en lo que fuera que me sacara de esa penosa situación. Me justifico con el hecho de que estos cazadores se hacían llamar “escépticos”, y proponían que cada presencia fantasmal podía ser explicada con la ciencia. Acordamos una entrevista justo al día siguiente.

Volví a casa esperanzado con la resolución de mi caso, eran las nueve de la noche. Siguiendo el ritual tome al gato y llamé al perro. Atravesé con los ojos cerrados el pasillo oscuro y dormí bajo llave.

No recuerdo el momento en que caí rendido en la cama, pero lo recuerdo a él, fue la primera vez que me dejó mirarlo y jamás lo olvidaré. Se mostró de frente, su cuerpo etéreo sostenía contra mí sus ojos de fuego, eran de fuego y sin embargo al abatirse sobre mí sentí la fría esencia del adiós que me decía la vida. Me resistí con todas las fuerzas que el alma delirante posee, pero el final el estupor terminó por invadir mi cuerpo. Él espíritu de humo había ganado.


Era la mañana siguiente, el dolor se había ido, me sentía ligero. Ahora lo conozco, intoxicación por monóxido de carbono es el nombre que uno de los escépticos pronuncio a los agentes de la policía que rodeaban mi antigua propiedad aquella mañana.

Los síntomas mencionados: presión constante en el cuerpo, alucinaciones visuales y auditivas, y una inexplicable sensación de terror, ¡Ahora reía yo ante las simplezas trágicas del destino, ante las divagaciones de mi mente! ¡Qué risible y patética ironía que tendió la vida! Sin embargo, ya no es del todo una mentira que hay un fantasma en mi pequeña casa del centro.

 


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