Poeta, orador, profesor, mexicano y mexiquense. Horacio fue consagrado por la diosa Flora desde sus primeras primaveras. Llenó con orgullo la Lengua de las Maravillas.

Siendo como era, un ermitaño hasta la médula, dijo alguna vez -¡Toluca no me quiere, tengo el peor de los defectos; el de ser altivo, el de preferir la soledad antes que la claudicación, el de no poder, el de no saber, el de no querer, arrastrar las alas de mi orgullo por las zahúrdas de los imbéciles y las ergástulas de los esclavos!»- Ideas insignes de su alma, ventanas del espíritu indómito y obstinado que ardía entre sus costillas.

Su infancia transcurrió en Toluca, y como curtido por el gélido aire de su tierra; se convirtió en el hombre que con su sólido traje negro, su bastón y una inteligencia resplandeciente a través de los gruesos cristales guardianes de sus ojos, pasaba sus días leyendo, escribiendo, siendo maestro en las palabras y en las ideas.

Misántropo, casi enemigo de la vida, lo único que Horacio amó fueron las palabras. Amó las palabras de la verdad, e hizo periodismo. Amó las palabras de la belleza, e hizo poesía. Amó las palabras de la luz, e impartió cátedra. Encerrado en los rincones de su mente ¡Infinita mente triste!, fue todo lo que debía ser para rendir honores a él mismo y a las letras. Hombre épico que no amó nada, pero bien amado por su tierra.

 


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