Por: Daphne Díaz Gutiérrez

La seguridad pública es lo más importante. Durante los últimos años en mi país se dieron más casos de atentados terroristas de los que me hubiera gustado recordar. En una ocasión presencié uno de cerca, desde entonces no puedo evitar sentir una insoportable angustia cada vez que el pánico embarga a la multitud ante una amenaza. Trabajo como guardia de seguridad en el zoológico de la ciudad. He sido testigo de varias situaciones alarmantes, como la que narraré a continuación.

Nadie supo en qué momento apareció la caja. Cuando descubrimos su presencia fue gracias a una señora histérica que reportó la aparición del objeto en cuestión. Una inofensiva caja mediana de cartón no podía ser motivo de susto, pero considerando las circunstancias cualquier objeto sospechoso debía ser denunciado por los civiles de inmediato.

El problema con las bombas es que sus mecanismos son de lo más variados y engañosos. Hubiera sido imprudente acercarse a examinar aquella caja. Las indicaciones que habíamos recibido eran simples y precisas: llamar al escuadrón antibombas de la ciudad y evacuar los alrededores. La caja estaba en la entrada del zoológico. Durante un largo rato nadie podría entrar ni salir. Los altavoces sonaron, informando del incidente a los visitantes. El llanto y la agitación no se hicieron esperar; la gente estaba angustiada, pero se esperaba un desenlace en el que nadie saliera herido.

El escuadrón antibombas llegó con una cantidad mínima de explosivos, un domo blindado y equipo diverso con el que aislaron la caja. Decenas de metros alrededor la gente se amontonaba con el deseo de alcanzar a ver la explosión, sabiendo que estaban seguros a esa distancia. Desde ahí también yo lo veía todo; como personal de seguridad, debía asegurarme de que la calma prevaleciera.

Fue algo muy rápido. Tardó más la instalación del equipo antibombas que la caja misteriosa en partirse en pedazos bajo el domo. La explosión emitió apenas un susurro. Todos aplaudimos, ¿por qué? Quizá de alivio. Habíamos librado un nuevo intento de atentado y dentro de poco todo volvería a la normalidad en el zoológico.

¿He dicho que todos aplaudimos? No, no. Uno de nosotros no lo hacía. El pánico seguro habría hecho que algunos chiquillos se extraviaran, y como guardia fui a auxiliar a un niño que lloraba a mares. Mientras, el escuadrón examinaba la caja-bomba, pero todo lo hallado bajo el domo eran pedazos tostados de cartón, pólvora y algo que olía como a pelo y a carne quemados.

El pequeño llorón me lo explicó todo. Él había sido el responsable del caos.

Unas horas antes una madre furiosa le decía a su hijo “llévate a esos animales de aquí, más vale que encuentres a alguien que los quiera y pueda cuidar”. El niño salía de casa, tragándose su llanto amargo, con las pequeñas crías de su hurón en una caja. En su inocencia y su desesperación, pensó que el zoológico recibiría a los pequeños y los dejó ahí, en la caja, confiándolos a la misericordia de algún desconocido. Quizá de alguna señora histérica que provocaría que los volaran en pedazos.


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